sábado, 26 de junio de 2010

Dolor de espalda

De vez en cuando me duele la espalda. Como a casi todo el mundo. Hoy he hablado con mi amigo Paco, que vive en Paraguay, y me ha dicho que tiene un lumbago “de cojones” que, en el español de España, significa en el límite de lo soportable.

Hace unas semanas entré en crisis con un fuerte dolor cerca de las cervicales. Lo normal hubiera sido remediarme con
ibuprofeno, como suelo hacer en estas situaciones, un antiinflamatorio que me va muy bien. No sé por qué, me dio por acudir a una masajista que se anuncia en el diario. Craso error. Acabé aún más dolorido. Me prescribió unos ejercicios de cuello y que no se me ocurriera usar el auto. Al salir, ya se sabe, hay que aportar los 1.000 pesos que cobran aquí, como mínimo, por cualquier consulta.

Al día siguiente, inspirado por un reportaje que vi en la tele, probé suerte con la acupuntura. “Clínica del Dr. Chino” se lee en la puerta, sobre una ostentosa placa dorada con letras rojas, en español y, supongo, en chino. Me tumbaron boca abajo, sin camisa, en una camilla junto a otras camillas con otros pacientes, separadas con una tela verdosa que se movía al ritmo de los ventiladores y de la musiquilla de restaurante oriental barato que sonaba en el ambiente. El chino que vino primero me preguntó dónde me dolía y me apretó con fuerza por distintos lugares de la espalda para ver cuándo y cuánto gritaba. Localizado el foco, me clavó un par de agujas, me colocó una lámpara incandescente a un centímetro de la piel y desapareció por entre la marea de tela verde.

La lamparita me estaba gratinando la espalda y las agujas me martirizaban lo suyo, pero pensé que hubiera sido peor si me las hubieran puesto en el lagrimal. Conseguí relajarme y acabé medio adormilado, soñando con el generoso escote de la farmacéutica morenita que suele venderme el ibuprofeno. En ello estaba cuando vino otro chino que cambió la lámpara de lugar, desclavó las agujas y me puso dos vasos calientes que hacían vacío y me pellizcaban un poco la piel. Media hora más tarde desmontó la instalación y comenzó a pellizcarme por toda la espalda. Me aconsejó no subir a un auto ni de acompañante, y nada de jugar al tenis. Lo primero me resultará imposible de cumplir. Lo segundo muy fácil: no sé ni por dónde se agarra una raqueta.

Me explicó detalladamente que esto de la acupuntura es cosa de unas cuantas sesiones y que me iban a hacer un preparado especial para mi caso, que podría recoger y pagar al día siguiente. A la salida había otro chino más joven en una mesita donde se abonan los 1.000 de rigor quien, de paso, me preguntó si no quería algo para incrementar la potencia sexual. Le contesté que mejor se lo ofreciera a su señor padre, por si fuera capaz de engendrar un hijo menos imbécil. Me miró con ojos asesinos, pero no abrió la boca.

La espalda no me dejó dormir. Estuve tentado de tomarme un ibuprofeno que, como digo, me va muy bien, pero decidí llamar a un traumatólogo que me habían recomendado para que me atendiera esa misma mañana, que era una urgencia. Me dijo que no podía verme hasta el día siguiente y le propuse, para ganar tiempo, ir directamente a que me hicieran una radiografía. Herido en su orgullo de dios menor, respondió que primero tenía que examinarme y decidir lo que se debería hacer. Me enojé un poco con el doctor, pero hay que tener paciencia: uno no puede enfadarse con ellos porque no hay muchos, y ya tengo alguno en el congelador.

Me recibió muy amablemente a la hora prevista, me auscultó con mucho cuidado, sin prisa, se interesó por mi estado físico, me preguntó cómo me iba en Santo Domingo, me cobró los 1.000 pesos reglamentarios y me recetó ibuprofeno.

Salí a la calle y me puse a reír como un loco.


IMAGEN: Si le duele la espalda, acuda a su traumatólogo de confianza. Ni se le ocurra automedicarse con "ibuprofeno" ni con ningún otro fármaco. Su doctor de indicará cuál es el mejor tratamiento para su caso.

sábado, 12 de junio de 2010

La carretera de las lágrimas

Haití es el país más pobre del hemisferio occidental. La malnutrición está ampliamente extendida y apenas la mitad de la población tiene acceso al agua potable. El analfabetismo y las enfermedades que genera la pobreza golpean duro.

En este entorno, unos minutos antes de las 5 de la tarde del 12 de enero de 2010, la placa tectónica del Caribe se deslizó y presionó sobre su vecina norteamericana, produciendo un terremoto de proporciones bíblicas, con el resultado de doscientos mil muertos, quinientos mil niños huérfanos, más de un millón y medio de personas sin hogar y tres millones de damnificados.


En Jimani, República Dominicana, desde donde iniciamos el camino hacia el infierno haitiano, perduran los ecos de la tragedia. Llegamos a Mal Passe, que no es propiamente un pueblo, sino una ranchería ya en territorio haitiano; luego Font Parisien, un lugar de hermoso nombre sin nada destacable; Petion Ville y, finalmente, Puerto Príncipe, tras unos 90 minutos de viaje.

Apenas se ven campos de cultivo en esta carretera de las lágrimas por donde ingresó al país una gran parte de la ayuda humanitaria. Pequeñas plantaciones de supervivencia, cocos y mangos. La ganadería, escasa, y la industria, inexistente.


El desastre sobrecoge. Han pasado cinco meses desde que el terremoto golpeara Haití con tanta saña. El paisaje es una espeluznante naturaleza muerta, desgarrada. Todo lo que veo es desolación, como si un demiurgo exterminador y loco hubiera decidido acabar de golpe con este país permanentemente fallido, en los últimos puestos del desarrollo humano.


Se percibe una miseria antigua, una población resignada a la pobreza, que sobrevive milagrosamente llorando a sus muertos, bajo unos gobernantes que se olvidaron hace mucho tiempo de los ciudadanos a los que prometieron una vida mejor durante sus ruidosas, falaces y embusteras campañas políticas.


Parece como si nadie se hubiera molestado en retirar los escombros. Un hombre se lava los antebrazos en un charco de agua estancada. Entre la basura y los edificios derruidos, se han establecido pequeños puestos aprovisionados a costa del saqueo. Venden comida, ropa y, en una ironía suprema, productos de higiene. Un desagradable hedor lo impregna todo. Por todas partes, vehículos de la ONU, cascos azules y soldados norteamericanos. Los haitianos, sentados en el suelo, miran, como espectadores de una película de terror en la que ellos mismos son los protagonistas.


No hubo avisos, ni evacuación, ni alarma. El cinismo de este siglo naciente, llenó el país de cooperantes, voluntarios y ayuda humanitaria que, en gran parte, se la tragó la corrupción, el egoísmo y los absurdos caminos de las burocracias.

Hasta el infierno se resiste a una versión figurativa del tormento de miles y miles de personas que vagan heridas, mutiladas, hambrientas, enfermas y sin sombra de remedio ni esperanza entre las ruinas de su propia carne.


Entre las ruinas de su propia nada.



IMAGEN: Miles de haitianos huyeron hacia el interior en busca de comida y seguridad. El costo del combustible se disparó y los conductores elevaron el precio de los billetes, forzando a algunos a pagar más del sueldo de tres días por un asiento.