sábado, 30 de octubre de 2010

Mis manos

Este texto fue escrito por mi hijo Jorge durante su visita
a uno de los centros para la educación de niñas sin recursos
que la Congregación de Santa Ana mantiene en la India.
Estoy seguro de que os gustará.

No hace mucho tiempo, tuve la suerte de disfrutar de la hospitalidad de las hermanas y las niñas de Ankur, en Bombay. Cuando llegué, la hermana Ana, de la mano, me enseñó mi habitación, el comedor, la casa... Desde entonces no he soltado esa mano.

Al atardecer jugaba con las niñas hasta que ya no podía más; nos sentábamos y nos mirábamos las manos. Mis manos son grandes, tengo los dedos largos. Las manos de las niñas de Ankur son pequeñas, oscuras, de deditos flacos. A mí me gustaban los tonos tostados de las manos de mis niñas y a ellas el color zanahoria de las mías. Yo podía atrapar cuatro o cinco de sus manos, pero ellas eran más.

Yo les hacía aviones y pájaros y sombreros de papel, y ellas me regalaban la expresividad de los bailes indios, y me enseñaban juegos de palmas, y yo, a cambio, sencillos trucos de juglares. Cuando me llevaban a los columpios, tres y cuatro manos tomaban las mías, a cada lado.

Las manos de mis niñas están hechas de lo mismo que las mías. Están hechas del mismo sol que castiga el mediodía indio mientras da los buenos días en España. Están hechas de la misma luna llena que baña la noche de Bombay, del mismo viento que se quita la bufanda y se queda en camiseta en Mira Road.

Las manos de mis niñas están hechas del mismo mar, porque las olas se saben la misma canción en las playas de India y en la Costa del Sol; de la misma lluvia que, durante el monzón, moja los patios de las casas indias, como los de las demás. Están hechas del mismo arroz que mira los trenes pasar, del mismo cariño de madre y de la misma madre tierra.

Mis manos tienen todo lo que quiero. Las manos de mis niñas están pidiendo en la cola de un slum que huele a diarrea y a perro muerto y a podrido. Un lugar que es pesadilla insoportable y patio único de juegos para muchas niñas indias, donde los habitáculos son más pequeños que el baño de mi casa, levantados con lo que yo tiro a la basura; slums junto a charcas de aguas negras, fecales e infectas, nido de enfermedades que no me caben en la cabeza. Mis niñas no saben que la lepra tiene cura, que no tiene por qué comerse sus deditos, esas manitas...

Las manos de la niña que pide chapati con tanta insolencia en la estación de Varanasi son las mismas que me pedían un caramelo a cambio de una sonrisa, a través de la verja de la puerta de Ankur. Las manitas que me peinaban y me trenzaban el pelo son las manos sin dedos de la leprosa de Dharamsala, que esboza una caricatura de sonrisa sin gracia de namaste.

Las manos que me preparaban el curry de pescado a la hora de comer son las mismas manos de esa mujer que fue noticia en las páginas interiores de los diarios, quemada viva por no poder satisfacer una dote más exigente, y que escriben con sangre y fuego -nunca fue más literal- la historia de la India. Las manitas deformes de ese chaval deforme que se agarra a mis pantalones en Paharganj, en Delhi, y que se arrastra con una botella de plástico vacía debajo del culo porque no puede caminar, son las mismas manitas tostadas, los deditos flacos que tomaban las mías en el patio de Ankur, cuando nos cansábamos de jugar.

Y ahora sé que las niñas indias, la gente que duerme en la estación, en las calles de Calcuta, debajo de sacos de plástico, y en tantas otras estaciones y calles de tantas otras ciudades de nombres tan exóticos y yo, somos la misma cosa.

Sólo tengo que mirarme las manos.


IMAGEN: Niñas hindúes en Ankur. Si quieres conocer detalles de estos centros o apadrinar a una niña, visita www.padrinos.org. Muchas gracias por tu apoyo.

sábado, 16 de octubre de 2010

Leyendas dominicanas: Ciguapas

Entre los relatos y recuerdos lejanos, contados por abuelos campesinos en tibias noches sin luna, emerge siempre una leyenda sostenida por la figura mítica de unas mujeres de gran belleza, de ojos oscuros y rasgados, larga cabellera negra, suave y lustrosa, como tirada al descuido sobre sus pechos desnudos, que se distinguen de las otras mujeres porque tienen los pies del revés y dejan huellas contrarias al rumbo de sus pasos: las ciguapas.

Se dice que son mujeres salvajes, poseedoras de poderes mágicos, pero no aparentan tener nada en común con la brujería y las creencias medievales europeas de viejo cuño. No vuelan en escobas ni se convierten en aves de mal agüero, revoloteando alrededor de las casas, como las brujas, bruixes, güixas, meigas, lamias y sorguiñes de la hispana tierra.

Las historias de ciguapas se cuentan y recuentan en inolvidables noches de prometidos amaneceres, entre los humildes moradores de estos paisajes. Propagadas gracias a una suerte de juglarismo que viaja con el viento entre las montañas y valles de la isla, las mil y una variantes de la leyenda, ocupan ya un lugar en la música, en la literatura y en el arte dominicanos.

El tema de José Duluc fue todo un fenómeno musical. Pone de relieve las cualidades amatorias de la ciguapa, aunque no explota su riqueza folklórica. Existen otros referentes, como la obra de Said Musa, en el bulevar de la 27, en Santo Domingo, o la musa de alambre de Jhonny Bonelly. La fuerte presencia del mito en la sociedad dominicana se evidencia en un premio cinematográfico, en una editorial o en un paraje de la ciudad capital, todos con el nombre de La Ciguapa, sin olvidar los textos de Ángel Guridi, en 1880, de Juan Boch en 1935 o, más reciente, la novela Goeíza, de Mora Serrano, Premio Siboney, en 1979.

Aquí se puede escuchar La ciguapa, el merengue de Duluc en versión del dominicano Chichí Peralta.

En su interpretación moderna, la ciguapa va sufriendo transformaciones físicas y alteraciones significativas en sus tradicionales hábitos y costumbres. Una de las explicaciones más comunes cuenta que, “por las noches, surge de los montes una hermosa mujer de largos cabellos, con los pies hacia atrás, que recibe el nombre de ‘ciguapa’, la cual es completamente inofensiva y sumamente tímida, llegando incluso a asustarse de la gente”.

En esta línea, se dice que tienen un corazón cazador y que, con el cielo oscurecido, salen por las serranías en busca de algún descuidado caminante al que embrujan, aman apasionadamente y luego matan, abandonando su cuerpo por los caminos. Algunos creen en un ser sobrenatural y otros que solo se trata de indias con los pies al revés, dadas al rapto de los hombres que les gustan; que tienen malas costumbres y suelen robar manteca y carne cruda de las cocinas, aunque se afirma también que aprecian el maíz que se siembra en los conucos.

Encontrarse con una de ellas podía significar ser amado –dicen–  de una manera incomparable, apasionada y loca, pero también enajenarse de lo conocido para entrar por siempre en el mundo oscuro y mágico de esas míticas mujeres.

Amores que carga el diablo.


IMAGEN: Ciguapas. El tema está obtenido en internet pero, lamentablemente, no he podido averiguar el autor de la pintura.

sábado, 2 de octubre de 2010

Las diez y diez en todos los relojes

“Eran las cinco en punto de la tarde; las cinco en punto en todos los relojes…”  Sin embargo, y a pesar de los inmortales versos de García Lorca, la hora marcada por los relojes en la mayoría de los anuncios publicitarios, vitrinas, escaparates y lugares de venta no son las cinco en punto de la tarde, sino las diez y diez.

Esta regla, probablemente no escrita, según la cual deben señalar esa hora, no es fruto del capricho, sino de un minucioso análisis estético de la imagen y de su impacto sicológico.


Para empezar, no resultan atractivas las horas en las que las agujas se superponen porque da la impresión de que existe una sola aguja, ni las horas en las que las agujas se oponen, semejantes a una manecilla larga que atravesara la esfera por su centro, como flecha de Cupido.

La situación más equilibrada visualmente, con la esfera dividida en dos sectores, es que uno de ellos sea el doble de grande que el otro. Si la esfera fuera un rostro, las agujas dibujarían una mueca de tristeza a las 08:20 y una sonrisa a las 10:10, con sensación de
happy hour.

La elección no resulta difícil. Además, es la hora a la que nos solemos levantar cuando no hay que madrugar y, por lo tanto, asociada al fin de semana, el entretenimiento y la relajación.


La forma que dibujan las manillas a esa hora tiene un efecto positivo en el usuario del reloj: forman un
tick que comúnmente significa “aceptado” o también “Ok”. El día es aún joven y tenemos muchas horas por delante para realizar cosas.

Si se dibuja un rectángulo dentro de la esfera con el límite marcado por el minutero, el resultado es un
rectángulo áureo. Los griegos lo consideraban de particular belleza y lo utilizaron asiduamente en su arquitectura. Inconscientemente, se diseñan infinidad de cosas que resultan tener la forma de un rectángulo áureo.

Otra ventaja importante es que, a las 10:10, la posición de las manecillas no tapa un eventual calendario, casi siempre ubicado cerca del 3 o del 9, ni el logo del fabricante, normalmente bajo las 12.


Algunas marcas intentan dar un toque de originalidad o rebeldía infringiendo esta costumbre, pero sólo se atreven a modificar la hora ligeramente, como en el caso de
Omega, que señala las 10:08 o de Pulsar, que marca las 10:09. Y aunque esta hora no tenga ya ninguna justificación en los relojes digitales, la mayoría de las marcas continúan utilizándola. 

Puntualmente.



IMAGEN: Uno de tantos relojes marcando las diez y diez.