domingo, 25 de julio de 2010

Día del Padre

“En las alegrías y en las penas, en la salud y en la adversidad, hasta que la muerte nos separe”.

No hablamos de matrimonio, sino de paternidad.

El invierno está siendo excepcionalmente frío y largo en las tierras salvajes del estado de Washington, cerca de la frontera con Canadá. La pequeña granja rural de Henry Jackson Smith, veterano de la guerra civil, se mantiene como puede, dedicada a la producción de leche, queso y manzanas. Desde hace casi un lustro, el propietario es un hombre viudo. Su esposa murió durante el parto de su sexto hijo, cuando una tormenta de nieve impidió que el doctor llegara a tiempo.

Trabajando de sol a sol y no con pocos sacrificios, Henry se hizo cargo de la educación de su prole y, al decir de la gente que le conoció bien, nunca les faltó nada de lo necesario.

Años después, en 1910, su hija Sonora Smart Dodd quiso rendirle homenaje, reconociendo públicamente el esfuerzo, la dedicación y la generosa entrega de aquel hombre paradigmático, y propuso la fecha de su nacimiento, el 19 de junio, para establecer un día nacional del padre.

La idea fue acogida con entusiasmo. Se corrió la voz y la gente de otras ciudades se unió a las celebraciones hasta que, en 1924, Calvin Coolidge, trigésimo presidente de los Estados Unidos, lo declaró celebración nacional.

Muy lejos de allí, al otro lado del mundo, Massoud Abdulá recorre cada mañana, con su hijo sobre los hombros, pegado a su turbante, los más de once kilómetros que separan su casa del hospital de campaña de Médicos sin Fronteras. Allí, el chico recibe a diario tratamiento intensivo, con la esperanza de que algún día pueda volver a caminar.

La sonrisa amable y sincera de Massoud, modesto vendedor de legumbres y harina al norte de Kabul, se quebró en seco la tarde de la explosión. Su hijo Habib, el más joven de cuatro hermanos, jugaba con otros niños en una explanada polvorienta, cerca de su casa. Nadie sospechó que una potente bomba de racimo estuviera aún allí, a pocos centímetros de la superficie donde los más pequeños del barrio, todos los días, a todas las horas, perseguían a patadas una pelota de trapo.

Varios murieron. Habib tuvo suerte. Los cirujanos, al finalizar la segunda operación en sus frágiles piernas, aseguraron al padre que el chico volvería a andar con soltura y que tal vez, con algo de suerte, hasta podría seguir jugando al fútbol. Eso sí: después de un periodo, de duración imprevisible, de intensa y paciente recuperación.

Cada mañana, con su hijo sobre los hombros, Massoud, que en pastún significa afortunado, sonríe de nuevo y agradece a Dios su buena estrella.

Entre la granja de Henry y el hospital en Kabul, mi tierra vasca y el caserío donde me crié. Mi padre, al amor de la lumbre de la cocina familiar, me relataba cuentos de inocente terror, protagonizados por aquellos dos malvados asustaniños que la imaginación de mi progenitor había bautizado como la bruja Mediodiente y el gigante Pasoslargos.

Aunque el mundo se estuviera derrumbando, yo no sentía miedo, sabiéndome protegido por aquellos ojos negros, atentos y vigilantes, y aquellas manazas grandes y peludas que, sin embargo, poseían la sensibilidad del más fino lutier. Con ellas, una tarde me construyó una flauta de caña con la que poníamos música a sus historias. Aún le veo taladrando los agujeros justos para mis dedos flacos con una varilla de hierro al rojo vivo. Todavía percibo el olor y el chisporroteo de la madera quemándose.

De haber un dios del fuego, que luego supe que sí lo había, no podía ser otro que mi querido papá.

A todos los que, con turbante o sin turbante, son capaces de hacer todo por sus hijos, ¡feliz día del padre!


IMÁGENES: Las fotografías primera y tercera son irrelevantes.
La central, en cambio, es un cuadro increíblemente realista del pintor iraní
Iman Maleki cuya galería on-line recomiendo vivamente visitar.

sábado, 10 de julio de 2010

La leyenda del lago

Este relato está dedicado a mis amigos, hombres y mujeres, con quienes, en Paraguay, tuve el privilegio de compartir y disfrutar de la belleza del lago de Ypacaraí y su entorno incomparable. Se lo debía desde hace tiempo. Estoy seguro de que quienes me leen en mi nuevo hábitat dominicano se complacerán también con esta pequeña ficción.



El jesuita descendía por el sendero del cerro Yvytypané, que en guaraní significa “aciago”, deseando llegar cuanto antes a la aldea Tapaicua o “pozo Tapá”, un conjunto de chozas miserables habitadas por medio centenar escaso de indios haraganes y ladrones que se habían negado a convertirse a la fe cristiana. Caminaba a buen paso, muerto de sed, acompañado de un pequeño loro de vistosos colores al que llamaba Pytã, “rojo”, que revoloteaba a su alrededor y que, a veces, se posaba a descansar sobre el hombro izquierdo del misionero.

Hombre y pájaro rezaban al unísono: el ave, arrastrando fuertemente las erres; el monje, con los registros de su bien timbrada voz de barítono, educada en Dios sabe qué claustros de remotos monasterios. “¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!”, le gritaba una y otra vez al loro quien, con su parloteo, le impedía concentrarse en sus oraciones.

Llegados al poblado, el pájaro voló hacia el pozo para aliviar su sed, pero el cacique de los indígenas, celoso custodio del agua que les daba la vida, impidió al sacerdote llenar la pequeña calabaza que llevaba colgada de la cuerda de cáñamo que, a modo de cinturón, sujetaba su tosca vestidura. De nada sirvieron sus súplicas. Frustrado y sediento, el religioso continuó su camino, con Pytã sobre su hombro.

Al final de la aldea, a la puerta de una choza un poco alejada de las demás, un indígena le hacía discretas señas indicándole que se acercara. Era un hombre joven, bajo y robusto que le ofreció, sin mediar palabra, media calabaza de agua y un trozo de chipa recién cocinada.

Del interior de la casucha, atraída probablemente por el incesante parloteo del pajarraco, salió una agraciada indiecita de cara redonda, grandes ojos oscuros y cabello increíblemente negro, que se quedó prendada de los hermosos colores del ave. Pytã debió de sentir una atracción similar por aquella hermosa criatura. Voló hasta la mano extendida de la niña sobre la que se posó con sumo cuidado, como evitando herirla con las afiladas uñas de sus patas.

Mientras el monje descansaba a la exigua sombra de un reseco naranjo, entre la niña y el loro se estableció un fuerte lazo de amistad. El ave no mostró ninguna intención de volver con su dueño, por lo que el jesuita decidió dejarlo con la feliz criatura y proseguir su camino, aprovechando el escaso frescor de un atardecer que derramaba generoso sobre el campo las alargadas sombras de las desaliñadas palmeras mbocaya.

A medianoche, el pozo de la aldea se desbordó. El agua manaba como un torrente cada vez más impetuoso, inundando caminos, campos y chozas, ahogando a todos los indios perezosos y ladrones que dormían en sus hamacas. Todos murieron, excepto uno y su niñita: los que aquella misma tarde habían regalado media calabaza de agua y un trozo de chipa a un jesuita sediento  y cansado. El loro les había despertado al grito de “¡Vete de aquí! ¡Vete de aquí!”, avisándoles a tiempo de que debían huir hacia lo alto del cerro que llamaban “aciago”.

Al oír el estruendo del agua, el monje volvió sobre sus pasos, tratando de detener el ya irremediable desastre. Desde lo más alto de la loma que hoy ocupa la iglesia de la Candelaria, en Areguá, con una cruz y una biblia en la mano, invocó a Dios Padre y el Padre Todopoderoso le escuchó. El pozo dejó de manar, las aguas se calmaron y retrocedieron en parte, mientras la luna llena contemplaba indiferente la tragedia.

Desde entonces, el hermoso lago azul formado aquella noche lleva el nombre de Ypacaraí, que en guaraní significa “lago sagrado”.


IMAGEN: El lago durante una regata del Día de la Hispanidad. Pulsando aquí se puede ver una secuencia de imágenes del lago con un fondo musical romántico e inolvidable a cargo de Julio Iglesias.