Este texto fue escrito por mi hijo Jorge durante su visita
a uno de los centros para la educación de niñas sin recursos
que la Congregación de Santa Ana mantiene en la India.
Estoy seguro de que os gustará.
a uno de los centros para la educación de niñas sin recursos
que la Congregación de Santa Ana mantiene en la India.
Estoy seguro de que os gustará.
No hace mucho tiempo, tuve la suerte de disfrutar de la hospitalidad de las hermanas y las niñas de Ankur, en Bombay. Cuando llegué, la hermana Ana, de la mano, me enseñó mi habitación, el comedor, la casa... Desde entonces no he soltado esa mano.
Al atardecer jugaba con las niñas hasta que ya no podía más; nos sentábamos y nos mirábamos las manos. Mis manos son grandes, tengo los dedos largos. Las manos de las niñas de Ankur son pequeñas, oscuras, de deditos flacos. A mí me gustaban los tonos tostados de las manos de mis niñas y a ellas el color zanahoria de las mías. Yo podía atrapar cuatro o cinco de sus manos, pero ellas eran más.
Yo les hacía aviones y pájaros y sombreros de papel, y ellas me regalaban la expresividad de los bailes indios, y me enseñaban juegos de palmas, y yo, a cambio, sencillos trucos de juglares. Cuando me llevaban a los columpios, tres y cuatro manos tomaban las mías, a cada lado.
Las manos de mis niñas están hechas de lo mismo que las mías. Están hechas del mismo sol que castiga el mediodía indio mientras da los buenos días en España. Están hechas de la misma luna llena que baña la noche de Bombay, del mismo viento que se quita la bufanda y se queda en camiseta en Mira Road.
Las manos de mis niñas están hechas del mismo mar, porque las olas se saben la misma canción en las playas de India y en la Costa del Sol; de la misma lluvia que, durante el monzón, moja los patios de las casas indias, como los de las demás. Están hechas del mismo arroz que mira los trenes pasar, del mismo cariño de madre y de la misma madre tierra.
Mis manos tienen todo lo que quiero. Las manos de mis niñas están pidiendo en la cola de un slum que huele a diarrea y a perro muerto y a podrido. Un lugar que es pesadilla insoportable y patio único de juegos para muchas niñas indias, donde los habitáculos son más pequeños que el baño de mi casa, levantados con lo que yo tiro a la basura; slums junto a charcas de aguas negras, fecales e infectas, nido de enfermedades que no me caben en la cabeza. Mis niñas no saben que la lepra tiene cura, que no tiene por qué comerse sus deditos, esas manitas...
Las manos de la niña que pide chapati con tanta insolencia en la estación de Varanasi son las mismas que me pedían un caramelo a cambio de una sonrisa, a través de la verja de la puerta de Ankur. Las manitas que me peinaban y me trenzaban el pelo son las manos sin dedos de la leprosa de Dharamsala, que esboza una caricatura de sonrisa sin gracia de namaste.
Las manos que me preparaban el curry de pescado a la hora de comer son las mismas manos de esa mujer que fue noticia en las páginas interiores de los diarios, quemada viva por no poder satisfacer una dote más exigente, y que escriben con sangre y fuego -nunca fue más literal- la historia de la India. Las manitas deformes de ese chaval deforme que se agarra a mis pantalones en Paharganj, en Delhi, y que se arrastra con una botella de plástico vacía debajo del culo porque no puede caminar, son las mismas manitas tostadas, los deditos flacos que tomaban las mías en el patio de Ankur, cuando nos cansábamos de jugar.
Y ahora sé que las niñas indias, la gente que duerme en la estación, en las calles de Calcuta, debajo de sacos de plástico, y en tantas otras estaciones y calles de tantas otras ciudades de nombres tan exóticos y yo, somos la misma cosa.
Sólo tengo que mirarme las manos.
IMAGEN: Niñas hindúes en Ankur. Si quieres conocer detalles de estos centros o apadrinar a una niña, visita www.padrinos.org. Muchas gracias por tu apoyo.